SARDARABAD, BUENOS AIRES – Se fue un grande, un hombre que hizo que el arte argentino tuviera en él a un representante de la vanguardia, de la neofiguración. Un hombre grande por sus condiciones artísticas y por sus enormes virtudes personales: humilde como pocos, culto, conocedor, generoso. Con él se podía hablar de cualquier tema: filosofía, religión, política, literatura, música, actualidad.
Artista de excelencia. Un orgullo para la comunidad, aunque en sus obras no había ni nunca habría temática armenia. Lo único y lo más parecido a eso podría considerarse un retrato de su padre realizado en sus años juveniles, que tenía como ícono de esa época en su atelier de San Telmo. Un tributo al ser.
Enorme en sus conocimientos del mundo y de la vida, era un gran placer hablar con él. Accedía siempre a las charlas y recibía casi sonrojado el título de “maestro” que sus congéneres le daban sinceramente, como reconocimiento.
Con su partida, se va uno de nuestros motivos de orgullo; de esos que son difíciles de repetir.
En su despedida en la Catedral San Gregorio El Iluminador el miércoles 29 de agosto ppdo., la frase del mismoDemirjian que sostenía las flores de una corona, resume su vida: “La inminencia de la muerte puede liberar la imaginación”. Así fue él. Seguramente, también ante la muerte concibió alguna idea que plasmará en una obra ante el Supremo Maestro.
El arte argentino está de duelo. Lloran con él, las musas que inspiran a artistas noveles y consagrados y sus lágrimas -interpretando a Demirjian- se convierten en gotas que siembran la nueva creación. Así como hubiera querido el artista.
Que descanse en paz.